Bienaventurados los de limpio
corazón, porque ellos verán a Dios.
(Mateo 5: 8).
Cuando el templo interior es
vaciado completamente del yo, y todo dios falso es desalojado, el lugar lo
llena la afluencia del Espíritu de Cristo. Es así como uno adquiere la fe que
obra por amor, y purifica al creyente de toda corrupción moral y espiritual. El
Espíritu Santo, el Consolador, puede actuar influyendo y orientando la mente
para que pueda gozarse en los asuntos espirituales. Entonces la persona anda "conforme al
Espíritu" (Rom. 8: 1), y piensa en los temas del Espíritu y desconfía de
sí misma. Cristo es el todo y en todos. El Espíritu Santo en forma constante
revela la verdad. Si el creyente recibe con humildad la palabra injertada,
tributará al Señor toda su gloria diciendo: "Pero Dios nos las reveló a
nosotros por el Espíritu". "Y
nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene
de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido" (1 Cor. 2: 10,
12).
Además de la revelación, el
Espíritu también produce frutos de justicia. Cristo es para el creyente
"una fuente de agua que salte para vida eterna" (Juan 4: 14). Es un
sarmiento de la Vid verdadera que lleva muchos frutos para la gloria de Dios.
¿Cuál es la característica del fruto?
"Más el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia,
benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay
ley" (Gál. 5: 22, 23).
Los que tienen el Espíritu serán
sinceros colaboradores con Dios. Las inteligencias celestiales cooperarán con
ellos, y serán probados con el Espíritu del mensaje del cual son
portadores. Constituyen un espectáculo
para el mundo, los ángeles y los hombres. Por creer en la verdad son refinados
y ennoblecidos por intermedio de la santificación del Espíritu. En el santuario
interior no acumularon madera, heno o rastrojos. Por el contrario, atesoraron oro, plata y
piedras preciosas. Hablan palabras de sólido significado, y de los tesoros del
corazón extraen temas puros y sagrados, de acuerdo con el ejemplo de Cristo.-
The Home Missionary, 1/11/1893, p. 29.
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