Vestíos, pues, como escogidos de
Dios, santos, amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad,
de mansedumbre, de paciencia. (Colosenses 3: 12).
El Capitán de nuestro salvación
no reclamó para sí ninguna posición honrosa. En cambio, tomó la forma de siervo
para que la humanidad pudiera relacionarse con la divinidad. El hombre debe
representar a Cristo. Para ello, necesita ser paciente con sus congéneres,
perdonador y lleno de un amor semejante al de Cristo. El que está
verdaderamente convertido manifestará respeto por sus hermanos y estará
dispuesto a proceder como el Señor lo ordenó. Jesús dijo: "Un mandamiento
nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os
améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si
tuviereis amor los unos con los otros" (Juan 13: 34, 35). El creyente en quien abunda el amor de Dios
manifestará tal expresión de ese amor que será comprendido por el mundo...
No todo el que habla de Cristo es
uno con él. Los que no tienen el Espíritu y la gracia de Jesús no son suyos, no
importa lo que profesen. Por sus frutos los conoceréis. Las prácticas y
costumbres que siguen los dictados del mundo no promueven los principios de la
ley de Dios. Y por no tener el aliento
de su Espíritu, tampoco expresan su carácter. La semejanza a Cristo será
revelada únicamente por los que se asemejan a la imagen divina. Sólo los que
son modelados mediante el Espíritu Santo, pueden llegar a ser hacedores de la
Palabra. Esta los pone en condiciones de dar a conocer la mente y la voluntad
de Dios.
En el mundo existe una falsificación del cristianismo genuino. El verdadero espíritu del hombre se da a conocer por el modo como éste se relaciona con su prójimo. Podemos preguntar: ¿Representa el carácter de Cristo en espíritu y en acción, o simplemente es una manifestación natural del carácter egoísta, propio de los que pertenecen al mundo?
La simple profesión de fe no significa nada para Dios. Antes que sea
demasiado tarde para rectificar la conducta equivocada, que cada uno se
pregunte: ¿Quién soy yo? Depende de
nosotros mismos desarrollar el carácter que nos permita integrar la familia
celestial, la realeza de Dios.- Review and Herald, 9 de abril de 1895. 77
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