miércoles, 29 de mayo de 2019

I. LA VENIDA DEL ESPÍRITU: 19. EL ESPÍRITU INTERCEDE POR NOSOTROS.


Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, 
porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos. (Romanos 8: 27).
Para aproximamos a Dios tenemos un sólo canal.  Nuestras oraciones pueden acceder a él por intermedio del único nombre: el de Jesús, nuestro abogado. El Espíritu debe inspirar nuestras peticiones. En el santuario, ningún fuego extraño era utilizado en los incensarios que se agitaban delante de Dios. Siendo así, únicamente el Señor puede encender un deseo ardiente en el corazón, si es que deseamos que nuestras oraciones resulten aceptables. El Espíritu Santo es el que debe hacer la intercesión en nuestro favor, y la realiza con gemidos que nadie puede reproducir. Un profundo sentido de la necesidad, y un gran deseo de recibir lo que pedimos, debe caracterizar a nuestras oraciones; de lo contrario, no serán escuchadas.  

Sin embargo, no deberíamos cansarnos de expresar nuestras plegarias porque no recibimos una respuesta inmediata. "El reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan" (Mat. 11: 12). Esta violencia quiere decir ahínco santo, semejante al que manifestó Jacob. No es necesario que intentemos producir en nosotros una emoción intensa. En nuestras peticiones debemos insistir ante el trono de la gracia en forma tranquila y persistente. Tenemos que humillarnos delante de Dios, confesar nuestros pecados y con fe acercarnos a él. 

El Señor respondió las peticiones de Daniel, no para que él se ensalzara, sino para que la bendición pudiera reflejar la gloria de Dios.  El designio del Señor es darse a conocer mediante su providencia y su gracia. Las oraciones son para glorificar a Dios y no para nuestra exaltación personal. Cuando consideremos que somos débiles, ignorantes y desvalidos como realmente somos, nos acercaremos a él como humildes suplicantes. El desconocimiento de Dios y de Cristo crea el orgullo y la justificación propia. El infalible indicador de que el hombre no conoce al Señor es su sentimiento de que es grande o bueno. El corazón orgulloso siempre estará asociado con la indigencia. 

 Cuando a Daniel se le dio a conocer la gloria divina, exclamó: "No quedó fuerza en mí, antes mi fuerza se cambió en desfallecimiento" (Dan. 10: 8). Cuando el ser humilde que busca a Dios ve como él es, al instante se verá a sí mismo como Daniel. En lugar de la vanidad humana, desarrollará un profundo sentido de la santidad de Dios y de la justicia de sus exigencias. El fruto de esta experiencia se manifestará en una vida de renunciamiento propio y de sacrificio personal. Review and Herald, 9 de febrero de 1897. RP EGW

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